David Uzcátegui
@DavidUzcategui
La palabra “salario” procede del
Imperio Romano, donde parte de la remuneración que recibían los soldados que
cuidaban la vía hacia las salinas, era entregada en sal.
Quizá sea bueno recordar el
emparentamiento etimológico de ambas palabras para adentrarnos en una realidad
muy cruda: el salario venezolano se ha vuelto, literalmente, sal y agua.
Y resulta extraño que comencemos
en estos términos unas líneas destinadas a comentar el más reciente aumento
salarial decretado por el poder Ejecutivo en Venezuela.
Pero es que subir los sueldos ya
no es un truco que sorprenda, ni mucho menos que sea aplaudido. El mago se
queda sin capacidad de deslumbrar a la audiencia, que se levanta y se va. Y
pide que le devuelvan su dinero.
A fuerza de enfrentar los hechos,
ya la inmensa mayoría de los venezolanos –incluyendo a los partidarios del
oficialismo- saben que más bolívares en su bolsillo no significan mayor poder
adquisitivo.
Y que, incluso, son tales los
desequilibrios de la economía, que el subir las remuneraciones puede terminar
significando echarle gasolina a un incendio.
Desde la autodenominada
revolución tomó el poder hasta el día de hoy, hemos visto más de treinta aumentos
salariales.
Solamente este año, se han
decretado tres. ¿De qué han servido?
Que levante la mano quien piense
que hoy puede comprar más que ayer.
O, para ponerlo en términos más
realistas aún, que levante la mano quien crea que la inflación ya se habrá
comido la exigua compensación antes de llegar a su bolsillo.
El Fondo Monetario Internacional
prevé una inflación del 700% en Venezuela para 2016. Lo cual convierte al
incremento del 50% literalmente en sal y agua.
Por otro lado, cabe una pregunta
que todo el mundo se hace: ¿cómo va a pagar los nuevos montos la empresa
privada a sus empleados, si están en el momento de productividad más baja en su
historia?
Para pagarle a la gente tienen
que vender. Para vender, tienen que producir. Para producir, deben tener
materia prima.
Y adicionalmente, y para
explicarlo de la manera más sencilla posible, para vender, la gente tiene que
comprar. Y hoy no tienen la capacidad de hacerlo.
El mismo gobierno lo confiesa al
decretar aumentos salariales compulsivamente, una y otra vez. Algo que no sería necesario si
nuestros ingresos fueran medianamente cónsonos con lo que se requiere para
vivir.
Y sí, el venezolano ha aprendido
de economía. Y saca la cuenta sobre cómo puede manejar el menguado sector
privado, que aún tiene poder de surtir empleos de cierta calidad, unos
compromisos con sus trabajadores sin ir a la quiebra, que es la realidad que se
maneja en un horizonte no muy lejano, ante el incremento de las cargas y la
disminución de los ingresos.
Los funcionarios gubernamentales
se ufanan de que somos el país donde más incrementos de los sueldos se decretan
en el mundo. Pero se cuidan muy bien de no mencionar que también padecemos, por
mucho, la inflación más alta del planeta.
Un hecho que pulveriza al otro.
Tampoco se menciona en las
comunicaciones oficiales el hecho de que el sector público no está al día con
los compromisos de aumento a su personal decretados este año. En casa del
herrero, cuchillo de palo.
¿Cómo es esta realidad en el
resto del mundo? Por ejemplo en Europa, el promedio del poder adquisitivo
frente al salario mínimo para la adquisición de la cesta básica de alimentos es
de un promedio de 16% al 18%; mientras el salario mínimo colombiano les alcanza
para comprar la cesta básica por un monto inferior al 30% de ese ingreso.
En Venezuela se necesita el
sueldo de varios meses para el mismo objetivo. Recordemos que la última
actualización que tenemos de ese indicador económico fue dada a conocer el
pasado mes de julio, corresponde a junio y totaliza un monto de 365.101,19
bolívares, según el último informe del Cendas-FVM.
Y por cierto, ya no se habla de
la guerra económica. Desde hace rato no es un pretexto creíble en una economía
de un país donde un sector político tiene todo el poder y donde adicionalmente,
el sector privado ha sido prácticamente arrasado, tras haber sido criminalizado
y estigmatizado por voceros oficialistas.
Quizá los mismos ideólogos de los
discursos gubernamentales decidieron abortar la misión de seguir martillando
con ese estribillo. Y habría una razón muy lógica: un proyecto político que se
ufana cada vez que puede de su capacidad bélica, queda muy mal al perder
reiteradamente una guerra contra enemigos que se suponen infinitamente
inferiores.
Pero hay otra razón aún más
sencilla: la gente sabe que es mentira y nunca se lo creyó.
Si algún aprendizaje valioso
podemos ver en medio de la comprometida situación nacional, es que todos
estamos mucho más claros en cómo funciona la economía. Todos, menos quienes hoy
la manejan.