Por David Uzcátegui
Secretario Nacional de Asuntos Municipales Primero Justicia
@DavidUzcategui
Los triunfos recientes de Dilma Rousseff y Evo Morales en sus respectivas reelecciones, ponen el tema nuevamente en el tapete de la opinión pública internacional: ¿qué tan nociva es esa práctica para la salud de las democracias?
Las alarmas se encienden cuando la señora Roussef, aún eufórica por el nuevo triunfo, no tiene empacho en decir que ella apoyaría a Lula Da Silva, su eterno compañero de fórmula, como candidato para 2018.
La segunda reelección de Dilma, tras dos mandatos de Lula, coloca al oficialista Partido de los Trabajadores en el poder durante 16 años consecutivos en Brasil. Comprando la candidatura y eventual triunfo de Lula, sumarían dos décadas. Y por supuesto, habría que suponer que ese Lula de 2018 aspiraría a la reelección en 2022, lo cual lo dejaría en el palacio de Planalto hasta 2026: casi un cuarto de siglo entre ambos mandatarios.
Podría luego volver a aspirar Dilma, en caso de que aún viviera, y podría quedarse también por dos nuevos períodos. Esto podría prolongarse sencillamente hasta que el cuerpo aguante. Una jugada similar a la del fallecido mandatario argentino Néstor Kirchner y su esposa Cristina, quien actualmente preside la nación austral.
Las reelecciones parecen la obsesión de unos cuantos presidentes de América Latina. Entusiastas mandatarios proponen reformas constitucionales para establecerlas, algunos incluso al apenas estrenar el poder. Fieles seguidores de hombres supuestamente providenciales, se apresuran a defenderla en la palestra pública, porque “este sí merece quedarse para siempre”.
Tales reformas se convierten en apasionados debates nacionales, seguidos con interés desde otras latitudes. No puede faltar el calor cuando se pone en juego algo tan delicado, donde se apuestan en la ruleta poder y ambiciones. Tales pugnas se desenvuelven al filo de violentar la legalidad y la lógica jurídica, en algunos casos más que en otros. Pero siempre dejan un mal sabor, ese de los intereses grupales y personales por encima de los nacionales.
Latinoamérica aún padece la fiebre del presidencialismo, con altos grados de temperatura. Y por ello, es especialmente delicado otorgar prerrogativas adicionales a un cargo sobredimensionado en su importancia y rodeado de un halo que desfigura su posición real en el sistema de contrapesos que son los poderes públicos libres e independientes.
La alternabilidad es condición sine qua non de la democracia y por ello, hay naciones donde no existe la reelección, así como otras donde solamente es posible completar un segundo período, sea consecutivo o posterior.
El excesivo apego a la silla presidencial en nuestra región, siempre consigue artificios legales para prolongar el disfrute de las mieles del poder y alargar la presencia de determinados grupos políticos al frente del Ejecutivo de una nación. Estas prácticas suelen ir en contra de los intereses del país, inclinar la balanza en exceso hacia un sector del universo político nacional y, en definitiva, minar las prácticas democráticas, afectando el potencial desarrollo de la nación, siempre ligado a la pluralidad de liderazgos y al refrescamiento real de los elencos gobernantes.
Es difícil perder una apuesta en una reelección presidencial. La maquinaria del poder suele asegurar la victoria. Y, proporcionalmente, debilitar la salud democrática de la nación que la padece.
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