Por David Uzcátegui
Secretario Nacional de Asuntos Municipales Primero Justicia
@DavidUzcategui
Secretario Nacional de Asuntos Municipales Primero Justicia
@DavidUzcategui
A finales del mes pasado, el gobierno central implementó un plan de desarme voluntario, en el cual se ofrece a quienes entreguen sus armas diversos incentivos, que van desde educación y equipos tecnológicos hasta intervenciones quirúrgicas.
Dicho plan ha resultado, por decir lo menos, polémico. Nadie se atreve a decir que no es necesario; pero muchos se preguntan si tales incentivos resultarán seductores a quienes tienen un arma como medio de conseguir ilegalmente su sustento y alcanzar sus torcidas ambiciones.
Desde esta tribuna, creemos que efectivamente hay razón de parte y parte. La iniciativa es urgente, necesaria y plausible; pero hay que ajustar muchas cosas, para que tenga mayor efectividad.
Expertos aseguran que ha sido una mala idea basarlo en instalaciones militares, porque estas disuaden al delincuente arrepentido de acudir. También señalan que estos planes son más efectivos cuando se dirigen al entorno del delincuente. Quizá padres, parejas, hermanos o hijos de dichos malhechores se vean más impedidos a entregar las armas en cuestión.
Sin embargo –y creo que aquí todos estamos de acuerdo- la discusión se debe dirigir hacia cómo ajustar los pormenores de la propuesta, ya que nadie, en su sano juicio, puede negar la urgencia de implementar estos planes en cuestión.
Por supuesto, vale la ocasión para debatir sobre las raíces de la violencia y qué podemos hacer para arrancarlas definitivamente. Y en este sentido, entender que la adecuada iniciativa del llamado al desarme voluntario, es apena una gota de agua en un océano de acciones impostergables.
Existe un asunto educativo de fondo. Hay que retomar el compromiso de la educación en todos los niveles, y no solamente la educación formal, sino la del ciudadano, como forjadora de principios y valores. Y nos referimos a la que da la familia, a la que da el gobierno a través de los mensajes que tiene capacidad de dejar en la cotidianidad de la gente.
Necesitamos también productividad y prosperidad. Los venezolanos tienen que volver a creer que sí pueden tener una vida digna y satisfactoria a través del trabajo y la remuneración justa que perciban por el mismo.
Es urgente. Se nos está haciendo cada vez más tarde. En los últimos días hemos padecido hechos de sangre que han conmocionado al país, como el impactante asesinato de Robert Serra, joven diputado oficialista de la Asamblea Nacional y el enfrentamiento entre civiles armados y efectivos del CICPC en el centro de Caracas.
Hablamos de hechos que han estremecido a una sociedad que ya no se conmueve ante nada, debido a la cotidianización de la violencia. Desde tiempo atrás hemos asegurado que, si algún punto de encuentro hay en este país escindido, es la condena a esta situación, que ya no amenaza con irse de las manos: se fue desde hace rato.
Lo que sí se debe tener claro es la enorme responsabilidad al respecto que tienen quienes hoy nos gobiernan. Deben ser ellos los proponentes, los coordinadores, los receptores de iniciativas. Los convocantes, los interlocutores de quienes estamos urgidos de trabajar por la paz, de cualquier color político y de diversos sectores de la sociedad.
No se trata de decir que tenemos que hacerlo antes de que sea tarde. Ya es tarde, es muy tarde. Pero es impostergable atajar a futuro la tragedia que vivimos hoy.
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