Nadie puede negar que estamos
pasando por un momento difícil en la historia nacional. Y es por ello, que
podemos observar en las calles y en nuestros entornos laborales y familiares,
caras largas y actitudes derrotistas. Esto, por cierto, no es nada cuestionable
y muy por el contrario es la reacción humana y normal ante las adversidades.
Pero también, y como lo
expresamos más arriba, sentimos que es un “momento”. Largo y confuso, pero es
solamente una etapa de lo que hemos vivido y de lo que nos falta por vivir. Ya
pasará. Y para convalidar esta afirmación, no se tiene, sino que mirar hacia
atrás y ver cuánto hemos logrado como colectividad quienes nos llamamos
venezolanos.
Venezuela siempre ha tenido
vocación de progresar. No tenemos más que ver el extraordinario arco histórico
que hemos protagonizado y que nos ha llevado a fundarnos como país, a logros
destacados y comentados a nivel mundial en medicina, educación, ingeniería,
artes y pare usted de contar.
Tomemos como ejemplo a la
Universidad Central de Venezuela. Fundada en 1721, es la casa superior de
estudios más antigua del país y data de la colonia, de los tiempos previos a la
independencia.
Tal fue el aprecio de nuestro
Libertador Simón Bolívar por la educación superior, que donó importantes activos
de su patrimonio personal para sostenerla, tras la independencia de Venezuela,
y bajo el rectorado del doctor José María Vargas.
Por estos tiempos y bajo la
gestión de estos dos venezolanos emblemáticos, se concreta la “autonomía
ideológica” que garantizaría la libertad de cátedra y el fin de las
discriminaciones de alumnos de nuevo ingreso por motivos de raza, fe religiosa
o condición económica. Ya muy temprano en el siglo XIX tendríamos una
Universidad ejemplo de libertades.
El momento más oscuro de la UCV
se vive durante el gobierno de Juan Vicente Gómez, quien la cierra entre 1912 y
1922, cuando la fuerza de la institución y su peso en la sociedad presionan
para se quede abierta nuevamente, con lo que fue una moderna reorganización
para la época.
A mediados de los años 50 del
siglo pasado, esta institución se traslada a su sede actual, la Ciudad
Universitaria, una maravilla arquitectónica de doscientas hectáreas y más de
cuarenta edificios, que aún hoy asombra y que fue declarada a principios de este
siglo por la Unesco, organismo de las Naciones Unidas para la Cultura, como
Patrimonio de la Humanidad.
De allí, de la UCV y de tantas
otras casas educativas que nos enorgullecen y nos representan, salieron miles y
miles de venezolanos, trabajadores y estudiosos, que lograron llevar a
Venezuela a este siglo XXI con una cara muy distinta a la que tenía en la
centuria anterior. Si pudimos una vez, podremos tantas veces como sea
necesario.
Hoy nuestros estudiantes, la
generación joven, siguen obteniendo importantes premios de la academia y las
instituciones internacionales, reforzando la certeza de que ese protagonismo
intelectual del venezolano permanece intacto por encima de todo.
Por ejemplo, esta semana nos
enteramos de que los tres premios más importantes del Modelo de las Naciones
Unidas de Harvard fueron otorgados a la Universidad Católica Andrés Bello y la
Universidad Simón Bolívar.
Nuestros estudiantes compitieron
con otras casas de educación superior de rango mundial, como la Universidad de
Yale y la Universidad de Chicago.
Y no solamente se trata de esas
nuevas camadas de compatriotas brillantes que salen a demostrar sus conocimientos
afuera para traernos el orgullo y la alegría que tanto necesitamos en estos
momentos. Se trata también de quienes aquí, silenciosamente, siguen
comprometidos con el estudio y con la voluntad de hacer el bien.
Esto es un ejemplo de cómo
aquella Venezuela analfabeta y enferma, alejada del conocimiento y de los
avances de la ciencia, ha sido acorralada sistemáticamente por nuestros
compatriotas hasta imponer el progreso una y otra vez.
Lo retrata Rómulo Gallegos en
Doña Bárbara, su novela emblemática y otro de nuestros orgullos nacionales. Ese
puñado de personajes pinta lo mejor y lo peor de nuestro país, una lucha entre
el avance y la oscuridad y un final que vale la pena volver a leer: cuando el
nombre de “El Miedo” desaparece del Cajón del Arauca y todo vuelve a ser
Altamira, la tierra de Santos Luzardo, del civilizador, del hombre de estudios
y de ley, del intelectual que llevó el bien a la región.
Ese patrimonio intelectual, de
emprendimiento, de progreso, de construcción, nos sigue perteneciendo. Está
allí, latente. Como dice aquella famosa frase, estamos condenados al éxito. Y
tenemos la más absoluta fe en que su desarrollo pleno nos sorprenderá y nos
llevará a los sitiales de bienestar que merecemos y que antes ya nos hemos
ganado, gracias a lo mejor que tenemos en nuestro gentilicio.
David Uzcátegui
Twitter:
@DavidUzcategui
Instagram: @DUzcategui
No hay comentarios:
Publicar un comentario