David Uzcátegui
@DavidUzcategui
Como si se despertara de un
sueño, como si se abrieran las puertas hacia la realidad, un grupo de
venezolanos tuvo la oportunidad de pasar en recientes fines de semana al otro
lado de la frontera con Colombia, por el estado Táchira.
Ya redunda comentar lo que
encontraron los conciudadanos que visitaron Cúcuta: abundancia y variedad de
alimentos, gente atenta y amable, y por supuesto, un asombro internacional ante
el volumen de gente que aprovechó la apertura del paso fronterizo.
Paso que, por cierto, ha estado
cerrado por cerca de un año, en otra de esas medidas sin sustento cierto e
impuestas verticalmente, distorsionando lo que ha sido por décadas la vida
cotidiana de una de las fronteras más dinámicas del continente.
Esa división político-territorial
de la mencionada región es tan necesaria como formal; pero se corresponde en
muy poco con seres humanos que fluyen en ambos sentidos, y que tiene su vida
entrelazada en ambos países. Por vínculos humanos, afectivos, por parentescos,
por negocios, por todo lo que sustenta a una sociedad; que en este caso está
dividida entre dos tierras.
Y esa línea viva que separa –o
que une- a ambos países es el termómetro de que las cosas no funcionan en
Venezuela. Expone de tal manera la atípica existencia que llevamos hoy los
venezolanos, que hubo que forzar un cierre artificial, digno del Muro de
Berlín, para atajar la realidad.
Y como sucedió con aquel
anacrónico monumento de la tristemente célebre Guerra Fría, también se vino
abajo. Al igual que en aquella ocasión, la presión ciudadana acabó con algo que
no debió existir jamás.
En nuestra tierra, la
prescindible separación cedió a una de las mayores fuerzas del universo: la de
las madres en busca de alimento para sus pequeños. Esas mismas que
relataron haberse organizado durante
quince días, que se uniformaron de blanco y que se fueron hasta la línea
fronteriza a insistir tercamente en su necesidad de comida y medicinas.
Una presión pacífica que terminó
por hacer ceder a la autoridad y abrir esa puerta que no debería estar cerrada,
máxime cuando el discurso oficialista habla tanto de integración
latinoamericana. No es muy congruente que se ampute el tránsito en uno de los
puntos que más nos integra con nuestros vecinos.
No hubo manera de seguir
embargando a los tachirenses la posibilidad de traspasar la frontera y visitar
el territorio hermano para abastecerse. Y nos referimos a que no hubo forma
moral. No solamente porque las pioneras del primer día lograron acceder, sino
porque regresaron con relatos demoledores: allá, del otro lado, no hay guerra
económica. Hay de todo, en variedad, para escoger y a precios inferiores a los
vistos del lado venezolano, inflados exponencialmente por la inflación que trae
todo control.
Del otro lado, en esa ciudad
llamada Cúcuta, sí llegó el siglo XXI. No padecen las limitaciones que vemos de
este lado, y para colmo, fueron excepcionalmente amables con los visitantes. Si
alguien perdió en este particular intercambio, fue cualquiera que haya
intentado sembrar discordia entre dos pueblos que son uno.
Y por si fuera poco, el epílogo
asombra aún más. En días posteriores, la afluencia venezolana se multiplicó por
decenas de miles en los momentos cuando se abrió el paso fronterizo.
La exposición de lo que sucedía
quedó a la vista del mundo entero, porque fue una noticia de trascendencia
internacional. Numerosos medios esperaban a los visitantes del lado colombiano
del puente.
La multitud fue cubierta con
drones que proporcionaron impactantes vistas aéreas e incluso se pudo ver desde
Google Earth. En la era de la hiperinformación, intentar embargar una noticia
es un ejercicio tan inútil como tratar de mantener agua en el puño.
Aunque por ahora se descarten
nuevos pasos fronterizos, el impenetrable acorazado ya hace aguas. Ya sucedió,
y más de una vez. Ya el Emperador quedó desnudo. Se podrá atajar por la fuerza
a los venezolanos que requieran los bienes que están en el otro lado; pero la
victoria moral es irreversible, para utilizar uno de esos vocablos de moda.
La apertura definitiva de la
frontera también es clamor del otro lado de la línea y las voces son
encabezadas nada menos que por la canciller María Ángela Holguin y por los
comerciantes de Cúcuta. Lo que impone la realidad es que las cosas vuelvan a
ser como antes; o incluso mejor que antes. Que se reconozcan fallos y errores y
queden en el pasado.
Muros como el de Berlín son
imposibles cuando nos acercamos aceleradamente a la tercera década de un nuevo
siglo que avasalla todo experimento fallido de los cien años pasados. Las
terquedades solamente prolongan la agonía y generan dolores inútiles y
prescindibles. Estamos en cuenta regresiva para que las cosas sean como siempre
han tenido que ser.
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