David Uzcátegui
@DavidUzcategui
El superlativo de la desgracia
que hoy padecemos gracias a la terquedad oficialista, ha llegado con la
proliferación de venezolanos comiendo de la basura.
Una escena dantesca y dolorosa,
impensable no hace mucho tiempo atrás, ahora no solamente existe, sino que se
multiplica y prolifera, materializando así el fracaso de la autodenominada
revolución.
No se trata de guerra mediática
ni de campañas orquestadas por enemigos imaginarios. Se trata de todos lo hemos
visto en la calle. Y lo hemos visto más de una vez, en lugares que no
hubiéramos imaginado.
Unos 9,6 millones de venezolanos
-casi un tercio de la población- ingieren dos o menos comidas diarias, y la
pobreza por ingresos aumentó casi nueve puntos entre 2015 y 2016, a 81,8% de
los hogares, según la Encuesta sobre Condiciones de Vida. Un 51,51% están en
pobreza extrema.
Al 93,3% de las familias no les
alcanza para comprar alimentos, mientras siete de cada diez personas perdió en
promedio 8,7 kilos de peso en el último año, detalla el estudio mencionado
previamente.
El fracaso de la propuesta que
nos gobierna no es solamente contundente, sino humillante. ¿Qué pasó con la
soberanía alimentaria? Una expresión que hoy suena a mal chiste.
¿Qué pasó con las fábricas de
alimentos expropiadas, con las cadenas gubernamentales de ventas de alimentos
como los Pdval y Bicentenarios? ¿Qué pasó con los novedosos CLAP? Porque la
realidad grita que nada de esto sirvió.
La eterna reinvención de la rueda
desde Miraflores no hace sino confirmar que toda esta farsa que hemos
presenciado por ya casi 20 años, es un fracaso tras fracaso, una cadena de
equivocaciones cada vez más patética que no se puede esconder ni con la
negación ni con la creación de escenarios tan falsos como idílicos, a través de
la costosísima maquinaria de propaganda del gobierno.
La estridente retórica roja no
encuentra cómo esconder que escasean un 68% de los productos básicos y la
inflación crece incontrolable, ya que, según el FMI, llegará a 1.660% en 2017.
El destino nos alcanzó. La
economía no obedece a gritos y no acepta maquillaje alguno. Desde hace muchos
años, venezolanos preparados advirtieron la debacle que se nos avecinaba de
seguir por el mismo rumbo. No es triunfo alguno el haber tenido razón. Ojalá se
hubiera escuchado y se hubiera rectificado. Pero no fue así y hoy vemos que las
proyecciones más nefastas se quedaron cortas.
El sórdido destino de otras
naciones petroleras, con enormes riquezas pero con pésimas administraciones, se
repite en Venezuela. El petróleo no se sembró y es la gente quien hoy paga el
error. Son justamente esas personas a quienes los gobernantes prometieron
cuidar y defender, quienes hoy padecen. Y lo que es peor: son negadas,
escondidas, acusadas de ser parte de una mentira desestabilizadora. Porque
reconocer su existencia, sería el equivalente a afirmar que nada de esto
sirvió. Que estamos parados en el medio de un garrafal error de 18 años.
Seguir negando la realidad es tan
inútil como cruel. Porque se trata de negar la existencia de los venezolanos
que han llegado a niveles extremos de pobreza, un grupo que sigue creciendo
exponencialmente, en tanto y en cuanto la dirigencia roja sigue empeñada en
adelantar un proyecto político que no tiene el menor asidero desde la lógica y
cuyo accionar está al borde de quebrarnos como nación. Y la consecuencia no es
otra que el hambre de la gente.
Para muchos, hemos tocado fondo,
pero pensamos que no es así. En primer lugar, aún es mucho el daño que se puede
hacer si seguimos por este rumbo desquiciado. Podemos ver cosas aún peores,
aunque nuestra capacidad de asombro ya se encuentre devastada.
Pero, por otro lado, a pesar del
enorme daño que se nos ha hecho como nación, también creemos que nuestra
recuperación puede ser muy rápida, debido a las bendiciones de nuestro país,
que siguen allí, aunque el momento negro que hoy transitamos nos impida verlas.
La cosa está en el cambio de
rumbo, en el urgente golpe de timón. Un golpe de timón que la administración
actual se niega a dar, mientras rechaza tozudamente que la avalancha de
nefastas situaciones que sufrimos, sea verdad.
No atender el hambre del pueblo,
porque la orden es decir que no existe, es una decisión genocida. Y la negación
solamente contribuye a seguir hundiéndonos en una de las situaciones más
dolorosas que como colectividad hayamos padecido.