David Uzcátegui
En Venezuela se acabó la
conversación cotidiana. Ya no va sobre el viaje a la playa, el cumpleaños de un
pariente o el desempeño escolar de los hijos. Todo eso es secundario, para no
decir inexistente en estos tiempos.
Hoy se habla como una letanía y
como una obsesión, de lo mucho que no se consigue o de lo poco –muy poco- que
sí, de las horas de cola que hay que pagar como una penitencia sin haberse
cometido pecado que lo mereciera, de que a fulanita la robaron pero “menos mal
que no le hicieron nada”.
A los habitantes del país más
feliz del mundo de a ratos y cada vez con mayor frecuencia, se les borra la
sonrisa. La frustración es el pan nuestro de cada día: frustración por fracasar
una y otra vez al intentar conseguir los productos que se necesitan; porque,
cuando se consiguen, el dinero no alcanza; porque este estado de cosas no
solamente empeora, sino además se prolonga.
Familiares y vecinos se organizan
en grupos para avisarse unos con otros dónde hay tal o cual producto o,
incluso, recurrir al trueque, como si la moneda no existiera. Y es que estamos
como si en verdad no existiera. El “bolívar fuerte” pierde por minutos su
capacidad de compra y deshonra a nuestro Libertador con su nefasto desempeño;
siendo hoy la moneda más pulverizada del planeta.
Estamos hablando de que, de
manera extraoficial, el índice nacional de precios al consumidor cerró 2015 en
270,7%, la cifra más alta registrada por nuestra nación en la historia. Y lo
que nos espera para 2016 se perderá de vista, según lo que hemos podido vivir
hasta el momento.
La escasez por su parte, pisa en
70%, según cifras de Entorno Inteligente. Lo cual quiere decir que la gente no
compra lo que quiere, desea o necesita, sino escasamente lo que consigue.
Esta cifra inflacionaria se
oculta con el pudor y la vergüenza de quien ha hecho mal su trabajo, se cuenta
como un secreto a voces; ya que los organismos encargados de darla a conocer
oficialmente más bien prefieren hablar sobre entelequias ficticias que lancen
sobre otros las culpas.
Por si fuera poco, según el Banco
Central de Venezuela, entre 2014 y 2015 el país acumuló un desplome cercano al
10% del Producto Interno Bruto (5,7 en 2015 y 4,0% en 2014). En 2016 la caída
será superior al 8%. Quienes saben de economía, saben también que este es el
índice más fiel de la salud de un país.
Y la economía no es nada
abstracto ni etéreo. Se trata de lo que, a final de cuentas, nos permite –o nos
impide- llevar alimento a la mesa.
La cumbre de la descomposición
social que avanza a paso de vencedores y sin que nadie que ostenta el poder
haga algo, es el bachaqueo.
Neologismo omnipresente en toda
conversación de los tiempos actuales bajo el cielo venezolano, hay que explicar
a la gente de otras latitudes, qué significa tan inusual y caribeña palabra.
Hay que contar que la
desfiguración social de un disparate mayúsculo que no merece el nombre de
política económica ha creado un nuevo oficio, digno de países en guerra.
Que se ha creado una subterránea
mafia sin rostro que organiza un mercado paralelo –en Venezuela hay mercados
paralelos hasta de huevos- y que se ha instaurado como cotidianidad de los
venezolanos el observar o participar en largas colas, ante los pocos
establecimientos que tienen algo valioso que vender.
Que, desesperados porque el
dinero no alcanza, desde taxistas hasta maestros se “rebuscan” bachaqueando.
Que al momento actual no hay más proyecto de país que el salir a la calle a ver
cómo se consigue algo. Que hay hogares donde se rifan la cena porque no alcanza
para todos. Que la mayor aspiración de futuro que tienen las mayorías
depauperadas por esta es comer completo mañana.
Las redes de abastecimiento de
alimentos gubernamentales, anunciadas con bombos y platillos han fracasado
estrepitosamente; y mientras unas cierran, en otras se penaliza a quienes tomen
fotos de sus neveras vacías.
Y más allá, se dan vergonzosos
espectáculos de venezolanos arrebatándose entre sí paquetes de pasta, porque o
se arrebata o no se lleva comida a la casa. Hemos sido degradados como nación
al salvajismo y la animalidad; pero no por falta de “urbanidad y buenas
costumbres”, sino porque nos han puesto contra la pared. Se han metido con
nuestra comida.
Los venezolanos nos hemos
convertido en una ciudadanía triste y no hay maquillaje de eslóganes o frases
hechas que disimulen este pesar. Resultan risibles, pobres, fuera de lugar y
sobre todo poco creíbles. No las creen ni quienes las pronuncian, ignorando ese
sentido del ridículo que les exige quedarse callados.
¿Puede alguien tener la voluntad
de echar para adelante, cuando se estrella varias veces al día contra el muro
del fracaso, de un fracaso del cual no es responsable? ¿Puede un país progresar
con tal rosario de penurias?
No hay comentarios:
Publicar un comentario