David Uzcátegui
@DavidUzcategui
No hubo paz a su alrededor cuando
vivía, y parece que su partida no va a cambiar mucho las cosas. Incluso, más
bien agitó las aguas a niveles indecibles. Fidel Castro abandonó este mundo el
viernes pasado -o al menos eso fue lo que dijo su hermano Raúl, otros creen que
fue antes- y de inmediato se encendió otra polémica, quizá la más apasionada,
en torno a su figura.
Como era de esperarse, el exilio
cubano se lanzó a las calles en el sur de Florida a celebrar, aunque estuvieran
al filo de la madrugada del sábado 26 cuando se conoció la noticia.
Los locutores de radio y
televisión repetían “Ahora sí es cierto, murió Fidel”. Y es que el líder de la
llamada revolución cubana había sido “asesinado” –figurativamente hablando- más
de una vez por los noticiarios y los rumores.
No se sabe –y quizá jamás se
podrá saber- si estas muertes ficticias se debieron al profundo deseo de sus
adversarios de que esto sucediera o a potes de humo lanzados por el mismo
gobierno castrista, al cual se le atribuye una de las redes de propaganda más
perversamente eficaces de todos los tiempos.
Lo cierto es que, como es usual,
desde la isla caribeña reinó el mayor hermetismo, como es de esperar en un
régimen altamente controlador. El mensaje del actual presidente, Raúl Castro
–un personaje designado en forma hereditaria, como si se tratara de una
dinastía- y los posteriores cables noticiosos anunciando las honras fúnebres y
los lutos correspondientes, con toda la megalomanía que podía esperarse hacia
una figura que hizo girar a su alrededor la vida de los cubanos por casi 58
años. Y no sabemos qué tanto seguirá girando en torno suyo de aquí en adelante;
pero nos atrevemos a pensar que, por un rato, seguirá siendo así.
En todo caso, este hombre se
salió con la suya: se hizo con el poder de Cuba y no lo soltó mientras tuvo
vida. Su voz se volvió la única y avasalló todo lo que no se pareciera a él.
Fue fracturando a sus enemigos sin piedad alguna e incluso, cuando la edad y la
salud no le dieron para más, fue su dedo el que designó a su sucesor, nada
menos que el hermano menor, el más fiel el mismo que lo acompañó en toda su
aventura de conquista y sojuzgamiento de una patria.
Llegó para liberar a un pueblo,
pero no se quiso ir. Algo que suele suceder con todos los que hacen promesas
grandilocuentes. Negó ser comunista, pero al poco tiempo de haberse hecho con
el poder, abrazó públicamente esta ideología. ¿Un brusco y radical cambio de
opinión? Lo dudamos. ¿Un plan de dominación para que el trono nunca escapara de
sus manos? Es más posible.
Prometió unas elecciones que
jamás llegaron. Trepó hasta la cumbre en hombros de un discurso que prendía
redimir a los pobres pero los multiplicó. Echó mano en sus encendidos discursos
de la desigualdad que asolaba a su país, pero terminó igualando hacia
abajo.
Mientras la Calle 8 de Miami
reventaba en una fiesta, en La Habana se vivía un luto que para muchos fue
impuesto. Las manifestaciones de mandatarios de todos los rincones del mundo
respecto a la muerte del caudillo, tuvieron los más variopintos colores. Desde
el presidente electo de Estados Unidos Donald Trump, quien lo calificó sin
ambages de dictador, hasta la chilena Michelle Bachelet, que no titubeó en
señalarlo como referente de dignidad.
En los matices intermedios,
declaraciones más o menos prudentes, ofreciendo condolencias a la
administración habanera.
Desde nuestro punto de vista, es
un referente, sí. Pero de lo que no se debe hacer. Mal podemos quienes hemos
escogido la política como vocación, tomar seriamente a un individuo que fue
implacable con quienes no pensaron como él.
Sí, no debemos olvidar a Castro.
Pero debe ser recordado como el hombre que pactó con la Unión Soviética para
instalar en su patria misiles que apuntaban a Washington, colocando al mundo a
un paso de la Tercera Guerra Mundial, una conflagración de consecuencias
impredecibles, tras haberse logrado éxito en la detonación de armamento
nuclear.
Un ser humano que estuvo
dispuesto literalmente a cualquier cosa por ser el amo, que era capaz de
lanzarse en discursos de horas y más horas, mostrando en ellos las dimensiones
de su ego. Un hombre que solamente vivió para exportar su modelo de
sojuzgamiento y para buscar aliados en su juego de poder por el placer del
poder mismo; un poder que estuvo muy lejos de servir para que la gente saliera
de la pobreza sino que, muy por el contrario, se sirvió de la misma para
mantenerlos sometidos.
El siglo XXI tendrá que
agradecerle a Fidel Castro el ser un perfecto referente para huir en la
dirección contraria, si es que de verdad tenemos el propósito de que nuestra
patria progrese y alcance el desarrollo de su mayor potencial. No lo olvidemos,
que permanezca para siempre en nuestros libros de historia.
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